Crónicas de Juan Escribano: «Noche de trece grados»




Salí de la oficina, esta vez abrigado con una gruesa y cálida chamarra. Hoy, esta noche, no he sufrido el frío como en las noches anteriores, por un lado porque es la noche en que mejor me he abrigado desde que empezó a hacer frío, antes seguía yo sin sacar las chamarras, usando solamente los suéteres normales y no estas cosas enormes que sí le crean a uno un nicho portátil de calidez; y por otro lado, la noche ahora es un poco menos fría que las anteriores, estamos hoy a trece grados, y no a ocho, cinco grados son también una diferencia significativa. Con todo, es una noche fría, y cuando el viento corre uno siente el frío que el viento recoge en su camino y va juntando para estrellárselo en la cara a uno. Luego, pues, sí hace frío, sí es una noche fría y sí es necesario protegerse. De no estar usando la chamarra, sin duda que vendría temblando como en la noche anterior.
Venía pensando en todo, con motivo de estar por primera vez usando las chamarras en esta temporada, en el camino de la oficina al departamento. Hice el camino de siempre, de casi todas las madrugadas y de algunas noches: vi donde mismo a los policías de siempre, una guardia misteriosa que nunca he sabido qué cosa cuida; vi a los mismos indigentes en su mismo rincón con su mismo estilo y sus cobijas viejas, todo bien, todo normal en más de medio camino.
Pero de pronto vi a un indigente nuevo, estaba a unos metros de los anteriores, en la banqueta, despierto y en movimiento, pero acostado sobre no sé qué cosa; me llamó la atención este sujeto porque, aunque traía una chamarrilla, medio equis, medio no muy grande, no tenía ni encima ni debajo una cobija, estaba, pues, demasiado a la intemperie.
No pude verlo mucho porque en el instante en que a ello me aboqué, él, que se movía, volteó la mirada justo hacia donde yo pasaba caminando, y estaba en ese preciso instante llevando su mano a su bragueta, vaya Juan a saber si para rascarse, acomodarse o masturbarse, sea lo que fuere, yo voltee de nuevo la mirada hacia el camino, y seguí. En los siguientes treinta metros tomé la firme decisión de llegar a la casa, tomar una cobija y regresar a dársela. El frío es una cosa terrible.
Antes de cruzar el boulevard adelante, voltee de nuevo, seguía moviéndose a un lado y a otro, no podía dormir, era evidente, y con el frío y estar en el suelo tirado y sin cobija, no era para menos.
Durante el resto del camino fui pensando en qué cobija podría ser, la verde-gris está ya muy viejita, no creo que sirva de mucho en exteriores, la cafecita que estoy usando ahora no es tan vieja ni está tan jodida; pero…, me pregunté al instante -por esa tendencia que tenemos los humanos de abandonar bien pronto los proyectos que no dando ganancias sí implican algún sacrificio, en este caso el de la cobija- ¿irá a valer la pena? ¿irá ese hombre a conservar y cuidar la cobija? ¿o irá a servirle esta noche nada más y estará mañana en la basura? ¿será este hombre un indigente de veras? ¿o será sólo que hoy se le fue el metro, o se empedó y quedó allí o alguna cosa pro el estilo?
Intentando recordar su aspecto, que no había visto bien, me pareció que no estaba tan como de la calle, las partes blancas de su chamarra permanecían más o menos blancas todavía. Al final tomé la cobija y salí a llevársela, ya se había dormido, lo desperté, no parecía entender lo que le decía. Amigo, lo llamaba, amigo, mira, te traje una cobija; cuando él despertó la vio y me vio, pero seguía sin reaccionar muy bien, ¿no la quieres? le pregunté, asintió con la cabeza y dijo «gracias»; la desdoblé y le arrojé una punta, él no la tomaba ni hacía nada, me miraba solamente, entonces la extendí sobre su cuerpo y lo tapé, pa que no pases tan gacho el frío, le dije, buenas noches, y me fui.
El hombre era moreno, tenía un aspecto que ahora me parece que podía ser quizás el de un inmigrante: estaba ya sucio, pero no demasiado, tenía de almohada una mochila pequeña donde no muchas cosas había, era muy chico el bulto; su rostro no tenía barba, evidentemente no hacía mucho que se había rasurado; estaba recostado sobre un diminuto cartón, de menor tamaño que su cuerpo.
No quise pensar más en quién podría ser, caminé a casa y al llegar empecé a escribir esto. Quizás sea un sudamericano o un sudamexicano en su viaje a los EEUU, donde pronto reinará el monstruo Trompas; quizás sea sólo un muchacho vago que hoy se quedó en la calle, quizás sea un indigente nuevo; no lo sé y veo difícil que llegue a saberlo, pero aunque no de ocho grados, esta fría noche de trece grados ya tiene por lo menos una cobijita café, yo creo que estará mejor esta noche, después no sé nada, pero al final, me pareció que aunque fuera por esta noche, valía la pena.

Yo me hubiera sentido muy mal si no se la llevaba, y él se habrá sentido mejor, supongo, porque se la he llevado. Yo, que me dedico a escribir estas croniquitas (en que a veces en dos líneas digo tres veces la palabra noche), sé por experiencia propia que el hambre y el frío son dos cosas muy gachas y cabronas de sentir, y por eso trato de ayudar siempre que puedo.

Juan, el escribano.




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